11 enero 2008

Religión y Política por José María Castillo

Desde que en el mundo hay política y religión, la relación entre ambas ha existido siempre. Y ha sido más profunda de lo que imaginamos. De tal manera que la neutralidad política, que algunos propugnan como ideal, es imposible.El que dice que no se mete en política, por eso mismo ya se ha metido. Porque, con su pasividad y su silencio, lo que en realidad hace es apoyar a quien tiene el poder.En el caso concreto del cristianismo, sabemos que Jesús no denunció nunca los abusos que los romanos cometían en Palestina. Y es que, en política, uno se puede meter por acuerdo o por desacuerdo. En el primer caso (por acuerdo), se hace política apoyando al que manda o guardando silencio ante sus abusos.
En el segundo caso (por desacuerdo), se hace política por denuncia y crítica de quien abusa del poder. Esto es lo que hizo Jesús con sus enseñanzas sobre el poder y el dinero, dos principios determinantes de cualquier sistema político y económico, que el poder romano no pudo soportar. Hasta que en el siglo III, “época de angustia”, miles de paganos buscaron acogida en las comunidades cristianas (E. R. Dodds). Así se produjo la gran “difusión del cristianismo” (Luciano, Epist. 84)). Por eso, desde comienzos del siglo IV, cambió la situación.
La política de denuncia y crítica evolucionó rápidamente hacia una política de apoyo y legitimación. De ahí que los emperadores promocionaron a los obispos con títulos y favores, al tiempo que los obispos vieron a los emperadores como los “amigos de Dios” (Eusebio, “Hist. Ecl., X, 9). Poca gente sabe que los primeros concilios ecuménicos, en los que fue definido el “Credo” de la Iglesia, su doctrina sobre Dios, la Trinidad, Jesucristo y la Virgen, no fueron convocados ni presididos por los papas, sino por los emperadores: Nicea (a. 325), por Constantino; I de Constantinopla (a. 381), por Teodosio I; Éfeso (a. 431), por Teodosio II y Calcedonia (a. 451), por Marciano.
La fusión de religión y política fue perfecta. Hasta el punto de que el banquete que dio Constantino a los obispos de Nicea, para clausurar el concilio, fue visto por aquellos obispos como la “imagen del reino de Cristo” en la tierra (Eusebio, “Vit. Const. III, 15, 21). Roma sustituyó a Jerusalén. Es decir, la servidumbre interesada para obtener privilegios sustituyó a la libertad profética para anunciar el Evangelio. Y lo peor del asunto es que la obtención de privilegios se ha visto en la Iglesia como el mejor camino para que triunfe la verdad y el bien.
Esta mentalidad fue la hoja de ruta para la Iglesia en el Antiguo Régimen, es decir, mientras los poderes públicos mantuvieron y ampliaron los privilegios de la Iglesia. Los problemas se plantearon a partir de la Ilustración y la Revolución. De ahí los conflictos entre la Iglesia y el Estado en los dos últimos siglos. Y de ahí también el apego descarado de la Iglesia a la derecha, cuyos políticos son vistos por muchos obispos como los nuevos “amigos de Dios”. Así están las cosas en este momento. El concilio Vaticano II fue un intento de poner las cosas en su sitio.
Pero aquel noble intento no ha resistido al proyecto de Juan Pablo II y Benedicto XVI por “restaurar” el “orden” antiguo. Un “proyecto de restauración” que se está llevando a cabo mediante una calculada política de nombramiento de obispos en la que se cuida, sobre todo, que sean hombres que no tienen un pensamiento propio e incondicionalmente sumisos al proyecto restaurador. Las consecuencias de este proyecto están a la vista de todos. Una Iglesia cada día más regresiva hacia un pasado ya irrecuperable. Una Iglesia, por tanto, cada día más descolocada en el conjunto de la sociedad y que se aleja más y más de los cientos de miles de cristianos que no coinciden con los sectores más fundamentalistas de la derecha. Porque una Iglesia así, sólo en la derecha puede encontrar el apoyo que necesita para proseguir con su hoja de ruta. La ruta que lleva siempre a la Roma del poder, nunca a la Jerusalén del Evangelio.
No soñemos ingenuamente con el día en que religión y política se separen de forma que la una no tenga nada que ver con la otra. Soñemos más bien con el día en que religión y política se organicen de forma que ambas colaboren para defender lo que más necesitan los ciudadanos. Yo entiendo que a los obispos les preocupe el aborto y el matrimonio de los homosexuales. Lo que no entiendo es que sus preocupaciones confesionales por estos problemas se las quieran imponer a toda la sociedad mediante leyes obligatorias para todos por igual. Y menos aún entiendo que a los obispos nos les preocupen en igual medida los problemas económicos, laborales y de vivienda que tienen los jóvenes. Los problemas que más están dañando a las familias.
Pero más allá de todo esto (con ser tan importante) lo que nuestros obispos tendrían que pensarse muy en serio es el estado de división, enfrentamiento y crispación que ellos, con el papa a la cabeza, han creado dentro de la Iglesia. Y lo más triste de todo es que han provocado esta división por asuntos que no son dogmas de fe, sino cuestiones opinables sobre las que cada cristiano pude tener sus legítimas convicciones, sin que eso se rompa la comunión en la fe, dentro de la unidad de la Iglesia. Es necesario que esto lo sepa todo el mundo. Porque ya resulta insoportable el rechazo que la gran mayoría de los ciudadanos y demasiados cristianos de buena voluntad sienten ante unos obispos que han provocado este estado de cosas que tanto daño nos hace a todos: a la sociedad en general y a la Iglesia en concreto.